22 nov 2012


Duérme, gato, en la copa del árbol (Publicado hoy en Ciudad X)


La regla número seis de los ocho puntos de Kurt Vonnegut para escribir ficción dice:
“Sé sádico. No importa cuán dulces e inocentes sean tus protagonistas, haz que les pasen cosas horribles (para que el lector compruebe de qué madera están hechos)”.
La obra de Vonnegut es un claro ejemplo de esa regla. Sus personajes, a la manera de Job, deben atravesar el infierno para aprender algo sobre sí mísmos. Hay un video en youtube donde lo explica didácticamente a un público invisible. “La forma de las historias”, se titula, y consiste en un gráfico con dos extremos, en el superior está la buena fortuna y en el inferior la mala: el personaje parte de un punto medio, desciende en una peligrosa curva y vuelve a subir. The end.
El chiste de esa simplificación no deja de ser una gran verdad, por lo menos en sus novelas. Billy Pilgrim y el bombardeo de Dresde, Winston Niles Rumfoord y una deformación del espacio donde están todos los espacios y tiempos posibles, Deadeye Dick y la culpa, el periodista narrador de Cuna de Gato y un país bolivariano y delirante. Todos atraviesan el infierno y salen golpeados y sabios.
La vida de Vonnegut es también un ejemplo de esa regla. Hijo de padres alemanes, nace en 1922, en Indiana. En 1945 se alista en el ejército, y poco antes de partir a la Segunda Guerra su madre se suicida con una sobredosis de somníferos. En el campo de batalla pierde a su batallón y vaga días enteros en soledad. Poco después es apresado por alemanes y vive en carne propia el bombardeo de Dresde, uno de los más grandes y destructivos de la historia. Los alemanes lo obligan a trabajar en uno de los sótanos destinados a empaquetar carne. El nombre del sótano es el mismo de uno de sus mejores libros (también uno de los más vendidos): Matadero Cinco. Muere en el 2007, en un accidente doméstico y de un modo tan ridículo que me imagino debe haberle causado gracia en su propio viaje al infierno de los humoristas.
Kurt Vonnegut era un gran humorista, pero con el filo suficiente para mantenerse lejos de la corrección política. ¿Qué más era? ¿Un escritor realista capaz de leer el espíritu cetáceo de los Estados Unidos? ¿Un hippie de la contracultura de los 60? ¿Un escritor político? ¿Un autor de ciencia ficción? Las categorías caen por la singuralidad de su obra, que se mueve con soltura en distintos registros y géneros sin apegarse a ninguno. Vonnegut es todo eso y más, el mejor ejemplo de que las formas deben estar al servicio del escritor. Su estilo es inimitable (pero imitado muchas veces),  de escenas cortas y contundentes, periodístico y profundamente literario, económico y explosivo, ligero como un pajarito y denso como una piedra.
            ¿Qué más? Vonnegut es, a esta altura, una figura más en el extenso panteón del pop norteamericano. Un pacifista, un librepensador, un comentarista irónico de los densos modos de vida de su país, un caricaturista, un loco, un visionario. Matadero Cinco no fue sólo un bestseller sino un libro fetiche que según las leyendas estaba en el bolsillo de los soldados de Vietnam, junto a una edición de El Guardián entre el Centeno, de Salinger.
            A Vonnegut se lo comparó con muchos, pero quizás el escritor que más se le parezca sea Jonathan Swift. En Una modesta proposición, publicada en Dublín en 1729, Swift sugería comerse a los chicos pobres como forma de solucionar el problema del hambre en Irlanda: algo que bien se le puede haber ocurrido a uno de los personajes estrafalarios, dementes, terribles y espontáneos que pueblan las páginas de los libros de Vonnegut. Como Roland Weary, el gordito aficionado a la tortura de Matadero 5, o el Felix Hoenikker de Cuna de gato, padre ficticio de la bomba de Hiroshima.
            Cuna de gato es una de sus mejores novelas, y acaba de ser editada por La Bestia Equilátera, que en el 2013 planea sacar Desayuno de Campeones. La tapa es amarilla y tiene un dibujo de Liniers donde al viejo Kurt le sale un hongo atómico de la cabeza. La excelente traducción está a cargo de Carlos Gardini, uno de los contados escritores de ciencia ficción argentinos que también tradujo a Ballard y Asimov.
La novela arranca con un guiño a Moby Dick y a la biblia (“Pueden ustedes llamarme Jonás”) y termina con un posible fin del mundo y una declaración casi programática: “Si fuera más joven, escribiría una historia de la estupidez humana”.
En su interior conviven una trama principal y decenas de tramas secundarios, con personajes que asoman la cabeza y dicen algo siempre revelador y vuelven a desaparecer. Como en todos sus libros, Vonnegut es un boxeador paciente que golpea con insistencia los mismos lugares una y otra vez hasta que ve asomar sangre.
Jonás, o Jhon, el protagonista, escribe un libro llamado El día en que terminó el mundo, sobre qué estaban haciendo ciertas personas el día en que estalló la bomba de Hiroshima. Para esto contacta a Newt Hoenikker, hijo de Félix, el científico que diseñó la bomba. El itineario lo lleva entre otras cosas a: 1. Viajar a San Lorenzo, republiqueta sudamericana gobernada por un presidente déspota de nombre “Papá”; 2. Conocer y convertirse al bokonismo, religión telúrica mezcla de budismo y de hinduísmo y de muchas cosas más que adora “solamente al hombre”. 3. Ser nombrado presidente de la republiqueta sudamericana.
Buena fortuna, mala fortuna. De eso parece tratarse todo, todo el tiempo.
            Dos disciplinas combaten abiertamente en la novela: ciencia y religión. O parecen combatir, porque en realidad son caras de una misma moneda que no tiene caras: la ilusión del hombre por su propia seguridad.
Hoenikker, el poco faústico representante de la ciencia, es casi un inocente científico distraído al que su hija tiene que anudarle la corbata. “Hoy estoy aquí ante ustedes porque nunca perdí la mirada de asombro de un niño de ocho años que va a la escuela en una mañana de primavera”, dice en el discurso de aceptación del premio Nobel. Un hombre que vive en la luz del pensamiento abstracto, y cuyos monstruosos hijos son sus tentáculos. Al morir, les deja a éstos el Hielo 9, de su propia autoría, una sustancia química capaz de transformar en hielo cualquier materia a menos de 45 grados que se ponga a su alcance.  En la república ficticia el narrador oye hablar del bokonismo, religión delirante pero también verdadera, que comienza su biblia anunciando que todo es mentira. Los personajes de Cuna de Gato acaban como marionetas de esas ilusiones, presas del ridículo y mostrando a la vez el Gran Ridículo General.
La cuna de gato es un figura que se arma con hilos entrelazados en los dedos. Newt, el hijo de Hoenikker, escribe una carta contando que la única vez que vio jugar a su padre fue haciendo una cuna de gato y luego cantándole: “Duérmete gato en la copa del árbol”. En el centro de muchas novelas de Vonnegut hay una rima o una canción infantil, que condensa el absurdo en el que sus personajes palpan el aire como ciegos.