11 sept 2012


(La reseña de Silvio Mattoni sobre "Los Campos Magnéticos" en la última Deodoro).

Vértigo y magnetismo
Silvio Mattoni

            Hace poco se publicaron los primeros doce libros de la editorial “La Sofía cartonera”, perteneciente a la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional de Córdoba. Después del acontecimiento, que incluyó títulos de escritores argentinos reconocidos como Arturo Carrera o Washington Cucurto, o rescates de libros de los años 70 de importantes escritores cordobeses como Antonio Oviedo y Oscar del Barco, me parece que vale la pena detenerse a leer algunos textos inéditos que por ese medio vieron la luz pública. Por ejemplo, la novela breve Los campos magnéticos de Luciano Lamberti. Resumo torpemente su argumento: las vicisitudes sentimentales de un grupo de jóvenes, un par de chicas y un par de muchachos, desde una etapa que podría definirse como estudiantil hasta una madurez donde los ideales, principalmente relativos al amor, no sólo parecen haberse resignado, sino incluso haber sido destrozados con saña por el tiempo.
            Pero lo interesante de la novela de Lamberti no está en lo que les pasa a los personajes, de una verosimilitud pocas veces vista en la narrativa de Córdoba, sino en sus escasos momentos de introspección, cuando miran el residuo depositado por sus vidas comunes en el fondo de ellos mismos y no le encuentran ningún significado. Desde el primer capítulo, que quizás sea un final al que luego se le añadirían miradas retrospectivas, como casos de una serie cuyo límite se conoce de antemano, un personaje, una chica que vale por todos, toma pastillas y hace terapia. Pero aquello que la llevara ahí, unos ataques de vértigo o de pánico que le sugieren la existencia de un remolino oscuro, un pozo que la chupa y se parecería a la muerte, nunca se irá de su vida. Luego, en otros capítulos, habrá posibles orígenes para sus ataques, hechos que le sustrajeron el suelo bajo sus pies o que le quitaron sentido a sus compromisos vitales, tales como el trabajo y la convivencia en pareja. Dichos episodios serían dos: la muerte súbita del padre en un restaurante, instantánea; y un casi involuntario adulterio, si el noviazgo prolongado admite ponerle este nombre a su inocente transgresión, con un chico del pueblo natal. Sin embargo, ese vacío que se abre debajo de la chica no le pertenece a ella, sería el fondo oscuro contra el cual desfilan todos los demás sujetos de la novela. El magnetismo que los une parece una atracción negativa, nihilista, que los hace chocar entre sí sólo para disolver sus discretas esperanzas.
            En suma, Los campos magnéticos, incluso por su misma parquedad, su estilo conciso y lejos de toda grandilocuencia, es una novela que ofrece la percepción de un mundo. Creemos en su posibilidad al leerla. Aun cuando la nada a la que se reduce la casualidad de cualquier vida –precisamente porque es posible, porque remite a una experiencia real, algo que por otra parte no se puede representar literariamente– produzca cierto efecto angustiante en el lector. La ingenuidad de la primera lectura se pregunta: ¿por qué los muchachos se encanallan o se idiotizan bajo el peso del trabajo o de las distracciones adictivas? ¿Por qué las chicas se estropean a sí mismas? Pero la respuesta final, lo que da cuenta del magnetismo que arrastra toda vida hacia su norte implacable, es que no se puede hacer otra cosa, que la juventud termina y que su nostalgia desgarra a un narrador maduro que mira hacia el pasado sin ninguna piedad.
            Cabe destacar que una novela nueva de un autor joven, al módico precio del libro cartonero, podrá llegar a muchísimos lectores y entonces la ciudad verá, leyéndose allí, que ya ha crecido tanto que puede ser la patria de nuestro descontento y al mismo tiempo la meta de nuestra literatura.  

2 sept 2012

El texto que escribí para Ñ sobre los ocupantes de Wall Street

Soy el hombre de traje que busca a Sally. Camino por la Quinta Avenida, entre los que marchan a favor del movimiento Occupy Wall Street, y a cualquiera que me cruzo le pregunto por ella: veintisiete años, rubia, de esta altura, tiene puesta tal y tal prenda. Sally se fue de casa el domingo, después de una pelea que tuvimos. Fue una pelea estúpida: ella estaba a favor de los acampantes y yo en contra. Y como mis argumentos para estar en contra fueron más razonables que los suyos para estar a favor, después de la pelea y el llanto salió de la pieza y me dijo: Me voy con ellos. ¿Dónde te vas? A luchar por un mundo mejor, bla, bla, bla. Me reí (fue un error estúpido) y a ella se le llenaron los ojos de lágrimas y se fue golpeando la puerta. Pensé en bajar a toda marcha, pero también tengo mi orgullo (tercer error estúpido) y me dije que volvería a la noche, cuando le diera hambre. Sally siempre está tomando grandes determinaciones que le duran un par de horas. Como la vez que quiso aprender guitarra y fui y le compré una Gibson Les Paul dorada y a las dos clases me dijo que no la soportaba. Guardé la guitarra en el desván (todavía está ahí, cubierta de polvo) y ya no volvimos a hablar del tema. Con todo es así: la poesía, las clases de cocina, el reiki. Así que pensé: se le pasará. Y a la noche miraba los noticieros esperando verla, cantando esas canciones de Bob Dylan y pintando carteles con consignas difusas, el 99 por ciento que mantiene al 1 por ciento y así. Cuando yo, parte del 1 por ciento, la mantengo a ella, que quiere creerse parte del 99. Empecé a llamarla pero no me atendía el celular y entonces me desesperé y fui a buscarla. Pasé por el parque Dewey Square, pregunté por ella a todo el que se me cruzaba. Y acá estoy, ahora, entre los manifestantes. Me miran como si fuera el enemigo. Es cierto: soy, de alguna forma, el enemigo. Todo esto me parece inútil, un pasatiempo burgués de niños ricos con tristeza. Ecologistas, vegetarianos, adoradores de dioses extraterrestres, guerrilleros de twitter, pacifistas pasados de moda que no ven la hora de meter una flor en el caño de un fusil. Confundidos, como Sally. Pienso en ella y la veo cantando junto a los manifestantes: this is what democracy looks like. Tiene pintada una bandera norteamericana en la mejilla. Cuando me ve se queda quieta. La gente a nuestro alrededor sigue pasando a los costados como la corriente de un río. Y nosotros inmóviles, mirándonos, con todo el tiempo del mundo para que algo pase, o para que todo siga igual.

1 sept 2012

Un viaje alucinante - Emanuel Rodríguez


Una literatura que condensa la grasa clase B del cine de terror de los ochenta, la rebeldía rescatada del fantástico, el pesimismo antropológico de la ciencia ficción, el desencanto campechano de los noventa y el delicado humor melancólico de las narrativas contemporáneas. En El loro que podía adivinar el futuro está casi todo lo que un treintañero le podría pedir a un libro en plan de reconstrucción afectiva de los estímulos estéticos, de una posible biografía cultural. 
El experimento con los géneros lleva la literatura de Lamberti a una dimensión ligeramente desconocida: su estrategia de implosión del realismo parece más bien la tarea de un investigador de los restos, de lo que queda cuando el realismo explota por todas partes. En ese punto experimental Lamberti comete un acto de infidelidad creativa respecto de una generación de escritores cordobeses (más o menos todos reunidos por la gracia de Editorial Nudista, más o menos) y de una tradición que parecía pedir a gritos un libro antidogmático. O quizá mejor dicho: un libro tan fiel a esa tradición que le termina siendo infiel, que la termina casi denunciando en su momento de evangelio, justo en el punto en el que podría convertirse en doctrina. 
El libro comienza con algo que asume la forma de primeros pasos de experimentación: un relato autobiográfico escrito en primera persona, agrietado por la intromisión de lo fantástico, un niño cuyos datos coinciden con los del autor pero que tiene poderes telepáticos. Mueve cosas con la mente, pero sin darse cuenta. Siempre hay un pero en los relatos de este libro, un instante adversativo que pone en ridículo la posible solemnidad de lo sobrenatural y lo descontractura, lo pone a convivir de un modo cero conflictivo con una realidad tanto o más incomprensible. 
El segundo relato, La canción que cantábamos todos los días, tiene alma de hit por su argumento pegadizo, por su instante de gloriosa reflexión metafórica y por su final al estilo Kjell Askildsen en Ajedrez: una resignación fraternal, un dejarse estar por los designios de algo que sería más poderoso incluso que el miedo o el odio, algo que se lleva en la sangre. 
En Algunas notas sobre el país de los gigantes hay una cierta ternura como contrapeso de un relato de apariencia científica. La técnica de aproximación al género es tradicional: dar por sentado lo extraño, como si ya hubiera sido digerido por la humanidad, y reflejar en pequeñas anécdotas lo que un escritor con menos oficio hubiera dicho en largas explicaciones. 
Le sigue un relato de Ciencia Ficción, La vida es buena bajo el mar. El foco está puesto en un personaje humano en un proceso de feliz y al mismo tiempo desesperante deshumanización análogo a la adicción al MDMA. El relato remite a las crónicas marcianas de Bradbury, a los replicantes de Philip K Dick en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, y -por su atmósfera no apocalíptica (algo poco común en la CF) y por la ¿naturaleza? de los residentes, a la película Sector 9, entre, seguramente, muchas otras referencias: en cierto sentido la experiencia de lectura de este libro puede ser un carnaval de citas, de apelaciones a una memoria cultural edificada en videoclubes y librerías de saldo. 
La feria integral de Oklahoma, el penúltimo relato, licúa el suspenso y el misterio de Lost y Carnival para generar una bestia nueva, poderosa y perturbadora. Un tenue humorismo estrambótico atenúa el tono de terror del cuento, que también reflexiona sobre los lazos familiares y la muerte.  Finalmente, el cuento que le da título al libro profundiza en lo terrorífico, coquetea con la estética gore y ofrece un panorama sobre la desolación humana, la marginalidad low fi de los espíritus suburbano-melancólicos. 
El conjunto es en definitiva una exploración al modo borgeano por el misterio de la ficción en sí: reescrituras de otras historias, ampliación de pequeñas anécdotas y de sus posibles efectos, elucubración sobre las posibilidades de la narrativa a merced de estrategias como el cambio de foco, la hiper observación de un detalle, la elipsis de todo lo que resulte explicativo. El resultado es un pequeño tesoro, uno de esos libros que deberían sobrevivir a cualquier hecatombe, como falso testimonio de un espíritu auténtico y complejo, lo que queda de lo que queda de una explosión que no vivimos. 
*versión completa de la reseña publica en la voz del interior del jueves 30 de agosto. 
Lo saqué de acá